Primera Plana
Cultura


El origen de mi primera tarjeta de crédito

Enrique Villalobos Periodista y escritor | Martes 3 de Marzo, 2015

(Homenaje póstumo al amigo periodista)

El periodista José Joaquín Fernández, uno de los pioneros del periodismo turístico en Costa Rica, invitó a un grupo de colegas y estudiantes a un congreso de ese énfasis, que se celebró en Medellín, a principios de 1979. Entre sus invitados estaba yo.

Durante el congreso, Fernández gestionó que el gerente de un nuevo hotel, que se había inaugurado en Santa Marta, invitara a los periodistas costarricenses y nicaragüenses para que pasáramos allí un fin de semana, y así fue como la mañana del sábado, en vez de seguir la ruta prevista Medellín, Cartagena, San Andrés y San José, el grupo -compuesto por 25 personas- tomó un vuelo a Barranquilla. Esto provocó un primer problema, porque con el cambio de vuelo, las maletas de varias muchachas- que ya se habían despachado hacia San Andrés- fueron devueltas a un gran depósito, y allí se quedaron. Ellas les insistían a los del personal de SAM que les devolvieran las maletas para chequearlas en el nuevo vuelo, pero nadie hacía nada en la aerolínea por solucionarles su inconveniente.

Ante esa molesta actitud les pedí permiso para ir nosotros a buscar las maletas y, extrañamente, me lo dieron. Acompañado únicamente por las interesadas, llegamos a una gran bodega atestada de maletas. Había verdaderas torres. Con el tiempo en contra nuestra, comenzamos una frenética búsqueda. Salí sudado y lleno de polvo de ese lugar, pero encontramos todas las valijas. El vuelo nos llevó a la calurosa Barranquilla, muy parecida a Puntarenas, sobre todo por la gran cantidad de latas herrumbradas, y, una vez allí, tomamos dos microbuses que nos había enviado el hotel para conducirnos a Santa Marta, distante a más de cien kilómetros.

La carabela colombina

El hotel de playa tenía unas instalaciones muy buenas, con la novedad de que en medio de una gran piscina se encontraba la réplica de una carabela colombina. En la cubierta del navío estaba localizada una pequeña pista de baile, y en la bodega funcionaba el bar. El acceso al bar no era muy práctico, porque se llegaba por una escala marinera adosada al casco, pero bien valía la pena el sacrificio de ir a buscar las piñas coladas y las margaritas.

El domingo, antes de ir de excursión a conocer la ciudad y la hacienda de San Pedro Alejandrino, donde murió el prócer Simón Bolívar, le pedí a la recepcionista que reconfirmara nuestros boletos de regreso en Cartagena, cuya salida estaba prevista para el lunes en la mañana. Personalmente había ido a la sede principal de la Sociedad Aeronáutica de Medellín (SAM) a obtener el visto bueno en los billetes, ante el cambio de ruta, debido a la fama de irresponsabilidad que acompañaba a esa aerolínea -asunto que comprobé posteriormente-. Una atenta secretaria me aseguró que todos los boletos quedaban confirmados y me deseó una feliz estadía en Santa Marta.

El paseo fue estupendo, especialmente la visita a la hacienda; solo que al regresar ya no encontré a la recepcionista de la mañana y las nuevas empleadas no supieron dar razón de si se había hecho la reconfirmación del vuelo. Por la noche discutimos los pormenores del largo viaje que debíamos hacer en autobús de Santa Marta a Cartagena. Como eran más de 300 kilómetros de distancia, debíamos salir muy temprano de ese bello puerto.

Viaje con mordidas

A las cuatro y media de la madrugada del lunes llegamos a una sórdida estación de autobuses, en las afueras de la ciudad. La actividad era casi nula y las pocas luces contribuían a darle un tono lúgubre al lugar. Un adormilado despachador nos dijo que para que un autobús pudiera viajar de una provincia a otra debíamos gestionar un permiso oficial. El problema saltó cuando nos informó que la oficina abría a las ocho de la mañana. Si esperábamos ese documento jamás llegaríamos a tiempo para tomar el avión de regreso.

Desesperados, nos pusimos a conversar con varios conductores de autobuses que estaban ahí y uno nos dijo que nos llevaría a Cartagena. Convinimos el precio, sólo que agregó que debíamos darle cierta cantidad adicional (varios miles de pesos) para sobornar a los policías que nos pararían por el camino, con el fin de que permitieran continuar el viaje aunque no tuviéramos el permiso. No estaba muy convencido de que los sobornos fueran algo cierto, pero había que darle el dinero al chofer; de lo contrario no había viaje. Con la cuota extra casi agoté la provisión de dinero colombiano que portaba. En dólares había reservado la cantidad exacta para pagar el impuesto de salida, $10.

Lo de que los policías nos pararían en el camino se cumplió, porque en tres ocasiones subieron unos uniformados a echar un vistazo al bus y vi que el chofer les dio algo, aunque fue imposible saber cuánto les entregó.

Como a las siete y media el conductor paró la máquina en un descampado para darnos chance de aliviar las vejigas. Pasadas las ocho, cuando ya el sol comenzaba a apretar, una llanta se estalló y tardamos más de veinte minutos en cambiarla. No había tiempo para parar en el camino a comprar alimentos y bebidas, porque debíamos estar en Cartagena a las nueve y media, ya que el avión salía a las once de la mañana. A las diez estábamos llegando a las afueras de la ciudad, pero había un agravante: el chofer no conocía la ciudad. En dos ocasiones nos condujo por calles sin salida, y, finalmente, tuvo que parar el bus y preguntar a algún transeúnte dónde quedaba el aeropuerto.

Una aerolínea irresponsable

La inquietud por nuestra suerte iba en aumento. A las diez y treinta arribamos a la estación aérea. Salté del autobús y subí con rapidez al techo para bajar la maleta y tres cajas que traía desde Medellín. Contraté a un maletero y lo urgí a correr. En la terminal localicé el puesto de SAM. Les dije a los empleados, al tiempo que depositaba los bultos en el mostrador: “Aquí está la delegación de Costa Rica”.

Una de las muchachas me respondió: “¿Cuál delegación?” (Esa pregunta me produjo un mal presentimiento). “El grupo que viene desde Santa Marta; ya tenemos hecha la reservación”, le contesté. La empleada me replicó: “No sabemos nada de ninguna delegación y además, el vuelo de Medellín viene casi completo; sólo hay nueve asientos disponibles. Mañana va a haber una huelga general en Colombia y todos los que tenían que viajar mañana lo están haciendo hoy”. La noticia me conmocionó.

Instantes después llegó el resto del grupo y les comuniqué la mala nueva. Hubo gritos de protesta y lamentos. Como primera providencia, los hombres, en un gesto caballeroso, les cedimos los únicos puestos disponibles a las nueve estudiantes que viajaban en el grupo. En la sala de abordaje me encontré con un compatriota de apellido Gómez, al que conocía de cuando estudiábamos en del colegio Seminario y jugaba muy bien al básquetbol. Él tenía un problema: no le aceptaban la tarjeta de crédito para pagar el impuesto de salida y le hacían falta $5.

Yo, en otro gesto, esta vez de generosidad, del que luego me arrepentí, le presté los $5, con lo que me quedé únicamente con otro tanto. Es decir, ya no tenía completo el impuesto de salida. Eso sí, le di un número de teléfono para que avisara a mi esposa Ana de la demora que tendría con el regreso.

Unos minutos después aterrizó el jet de SAM, pero no se acercó a la terminal sino que se estacionó a unos cien metros de distancia. Le aproximaron una escalerilla de mano y los pasajeros que estaban aguardando en la sala de espera comenzaron a embarcarse. Yo recordé entonces que podría darle a Gómez otro número telefónico, en caso de que el primero fallara y le pedí al guarda permiso para ir al avión a dejar  un mensaje. Él uniformado dudaba si me daba permiso o no, a lo que le mostré a lo lejos mis maletas y le aseguré que no podía viajar sin ellas.

El guarda accedió y corrí al avión. Dentro de la atestada nave localicé al exseminarista Gómez y le di el otro número, con el ruego de que no dejara de avisar a mi familia. Al terminar de bajar por la escalerilla, me extrañó que los operarios de tierra comenzaran a apartarla de la nave. Vi que venían corriendo por la pista las estudiantes, y al mirar hacia el avión, contemplé con asombro que un tripulante cerraba con fuerza la puerta y, pocos instantes después, la aeronave comenzó a moverse lentamente. Las muchachas pegaban gritos de la desesperación y varias lloraban por el engaño del que habían sido víctimas. Regresamos con desconsuelo a la terminal, mientras nos alcanzaba el chorro del humo maloliente de los motores del avión, que se alejaba.

Cartagena, vallenatos y mar caribeño

En el puesto de SAM, después de que los empleados oyeron nuestras airadas protestas, que incluyeron hasta golpes en el mostrador, averiguamos que había una última oportunidad: a las nueve de la noche pasaría por allí el último vuelo de esa aerolínea, rumbo a la isla de San Andrés. Nos prometieron que nos embarcarían en ese vuelo y permitieron que dejáramos en custodia las maletas.

Ese cambio de vuelo alteraba todo el panorama, porque la opción era viajar el martes a Managua, y posteriormente a San José, aunque para ese trayecto ya no tenía boleto. Ya era casi mediodía y no habíamos desayunado. Decidimos comer en el restaurante del lugar, por lo que tuve que cambiar los últimos $5.

Quedaba la cuestión de qué hacíamos en las casi diez horas que faltaban para la llegada del siguiente avión. José Joaquín, que era un hombre de múltiples contactos con aerolíneas y hoteles, nos dijo que había reservado una habitación de un hotel de playa en Cartagena y que, si lo deseábamos, podíamos ir a bañarnos y pasar las horas en un ambiente más agradable. Aceptamos complacidos la oferta.

Como la falta de dinero ya estaba afectando al grupo, optamos por viajar en un autobús local: una chiva. Este folclórico bus de madera, de colores chillones y grandes parlantes que dejaban oír vallenatos a todo volumen, nos llevó al centro de la ciudad. Al rato estábamos en el hotel y nos cambiamos de ropa para nadar en las acogedoras aguas del Caribe.

Me reuní en la playa con el jovial José Joaquín para agradecerle su hospitalidad. Estábamos conversando cuando pasó una vendedora de frutas y José Joaquín me invitó a unas tajadas de piña. Mientras comía esa delicia, pensé en cómo iba a hacer para conseguir los $10 del impuesto de salida. Decidí dejar ese duro asunto para cuando fuéramos a salir de San Andrés, y ni siquiera me planteé la cuestión de dónde iba a dormir en la isla. (Ni les cuento cómo quedó el baño de la habitación, tras desfilar por allí aquel tropel de gente que venía de la playa).

A punto de un infarto

Una vez en el aeropuerto, acudí al puesto de SAM. La empleada que me atendió, después de revisar mi boleto, me aseguró: “aquí falta la porción para viajar a San Andrés”. El corazón casi se me paró del susto. Le pregunté si deseaba provocarme un infarto y, sin dejarla responder, le arrebaté el boleto y descubrí que lo que decía la muchacha era cierto. No me había percatado de que cuando cambiamos el plan de vuelo original Medellín, Cartagena, San Andrés por uno de Medellín a Barranquilla, la oficial de la aerolínea arrancó esa porción y no me advirtió de las consecuencias del cambio de vuelo.

No me explicaba por qué los demás no tenían ese problema; sólo era yo. La funcionaria me dijo que si quería viajar debía comprar un tiquete que valía $50. En ese momento vi la situación muy negra: varado en una ciudad extraña, sin plata, sin consulado tico (el más cercano estaba en Barranquilla) y en vísperas de una huelga.

De nuevo intervino el bueno de José Joaquín, cual ángel de la guarda. Él, por sus frecuentes viajes, solía andar con boletos de avión en blanco. Él me dio uno de esa aerolínea y la muchacha lo llenó. Gracias a eso pude abordar el avión, que venía lleno. Entre los pasajeros sobresalía el bullicio de un colegio de señoritas que venía a San Andrés a celebrar la graduación de quinto año. El ron de Caldas corría muy libremente, y así fue como terminé con un trago en la mano, que me cayó muy bien para bajar la angustia que había experimentado.

Una vez en San Andrés el grupo se dividió, a un hotel fueron los ticos, y a otro cercano los nicas. En el hotel donde se alojó José Joaquín casi no había espacio. Después de varias gestiones, el recepcionista accedió a que todas las muchachas se acomodaran en una gran suite. El colega Carlos M. (q.d.D.g.) y yo no teníamos plata para pagar el hotel por lo que optamos por ir al área de la piscina. Al rato bajaron las muchachas y la familia de José Joaquín, y pidieron bebidas y algunos entremeses.

Eso me ayudó a calmar el hambre, porque no probaba bocado desde el mediodía. Un rato después llegaron los nicas, que estaban alojados en un hotel cercano y las libaciones se prolongaron. Al irse uno de ellos, que tenía una habitación doble, nos ofreció alojamiento a Carlos y a mí. Yo le agradecí la invitación. Le dije que teníamos que decidir quién de los dos iba a dormir con él, y que alguno llegaría más tarde a su cuarto.

Como en un harén

Cuando se fueron, las muchachas y José Joaquín comenzaron a vacilarnos por nuestra “buena suerte” con el nica. El trasfondo de las bromas se debía a que ese periodista era muy amanerado. Ninguno de los dos quisimos ir a experimentar un posible avance amoroso de aquel hombre equívoco y optamos por quedamos en el área de la piscina. A Carlos, los efectos del cambio de vuelo, la angustia de no tener alojamiento, la falta de plata, la familia que no tenía noticias de él y los rones de Caldas le pasaron factura y se puso a llorar. Las muchachas se turnaron para consolarlo y lo llevaron al único sofá del vestíbulo. Allí pronto se durmió y una de ellas lo cobijó con una colcha, y así pasó la noche, roncando plácidamente.

Yo, por mi parte, me resigné a pasar el resto de la noche en uno de los butacones de la piscina. Llevaba un rato tratando de dormir, pero el frío y los zancudos me lo impedían. En eso apareció una de las muchachas y me dijo que habían decidido darme alojamiento en su cuarto. Acepté de inmediato la gentil oferta. Me proporcionaron una colchoneta que coloqué en el piso, y así fue cómo, por primera vez en mi vida, dormí rodeado de tantas mujeres. Al clarear el día, me dirigí al baño y me duché de prisa. El tubo de la cortina estaba lleno de diversas prendas íntimas puestas allí a secar, con los colores y diseños más variados, que habrían colmado las fantasías de un fetichista, ávido de coleccionar esas prendas.

Para matar el rato y olvidarme del desayuno me fui a caminar por la isla. Las muchachas, dichosas ellas, se iban a quedar dos días más en la isla, junto con José Joaquín y su familia, con el fin de volar directamente el jueves a San José.

El diluvio, los tiquetes de Tica Bus y las cajas abandonadas

Nuestro avión salía a las doce y media, por lo que dos horas antes los nicas, Josefina Gutiérrez, Carlos y yo, que debíamos volver de inmediato a nuestros trabajos, tomamos unos taxis. Estábamos abordando los vehículos cuando comenzó a llover torrencialmente. No había alcantarillado y las calles, en un instante, se convirtieron en lagunas.

El taxista bajó la velocidad a casi diez kilómetros por hora. Él explicó que, con tanta agua, las zapatas del freno se mojaban y no servían para frenar. Pasadas las once llegamos al aeropuerto. Un funcionario de SAM al revisar los tiquetes de los ticos, nos pidió el boleto de la porción Managua-San José. Le replicamos que no lo teníamos pero eso era asunto nuestro, que ya veríamos cómo viajábamos entre esos dos países vecinos.

Él dijo que no podíamos embarcarnos sin ese tiquete, que las autoridades de Nicaragua lo exigían. Ninguno de nosotros tenía dinero para comprar un boleto aéreo, a lo que el funcionario nos dijo que había una posibilidad y era que compráramos un tiquete de Tica Bus. Extrañados le preguntamos qué dónde conseguiríamos tales pasajes. Sonaba como a tomadura de pelo. Para nuestro asombro, él contestó que en el centro de la ciudad, en una licorería, se vendían esos pasajes.

Josefina, muy amablemente, se ofreció a comprarme el tiquete de bus al igual que me prestó los $10 del impuesto de salida. Volvimos en taxi a la ciudad, mientras Carlos cuidaba el equipaje de los tres.

Se repitió la misma escena: el taxi que navegaba a diez kilómetros por hora, como si fuera un bote, en las calles inundadas por el aguacero que no amainaba. Localizamos la licorería y preguntamos al único dependiente, que atendía a un cliente, si allí vendían tiquetes de Tica Bus. Él dijo que sí pero nos pidió esperar mientras despachaba al cliente. Afortunadamente aquel hombre se percató de nuestra prisa y le dijo al empleado que esperaría mientras nos atendía.

El agente de Tica Bus trajo una máquina de escribir portátil y con gran parsimonia introdujo un boleto para proceder a escribir mi nombre y otros datos. Ese hombre no sabía escribir a máquina, por lo que imprimir mi nombre con un solo dedo le llevó más de un minuto. Impaciente, le dije que yo podía escribir más rápido, que me permitiera hacerlo, a lo que él, picado en su orgullo, se negó inicialmente. Pero al darse cuenta que sólo escribir mi nombre y apellidos le llevó largos minutos, desistió y consintió en que yo siguiera. Rápidamente llené las tres fórmulas y Josefina le pagó. De nuevo montamos en un taxi acuático, con el aguacero encima.

Llegamos al aeropuerto pasadas las doce. Le enseñamos al funcionario de SAM los pasajes de Tica Bus y procedió a que chequeáramos el equipaje. Carlos y Josefina se adelantaron, mientras él me pesaba las cajas que contenían tres lámparas que había comprado en el pueblo de Envigado, cercano a Medellín. Esos adornos estaban destinados a la casa que estábamos construyendo. El empleado me informó que tenía exceso de equipaje y debía pagar $5. La angustia se apoderó nuevamente de mí, porque no estaba dispuesto a abandonar las lámparas, que había venido custodiando desde tan lejos. Mis compañeros ya iban rumbo al avión y no había ningún conocido cercano.

Desesperado, corrí al segundo piso a ver si en las tiendas libres, de casualidad, estaba alguno de los nicaragüenses. Afortunadamente en una de las tiendas localicé a un matrimonio de colegas, quienes amablemente me facilitaron esa suma. Ya en los parlantes del aeropuerto se escuchaba mi nombre y me advertían que era la última llamada para tomar ese vuelo, cuando procedí a cancelar el sobrepeso. El dependiente me informó que ya había despachado las cajas y mi maleta. Muy aliviado, por tanta eficiencia, comencé a correr por la pista hacia el avión. No llegué muy largo en la carrera, porque alcancé a ver mis tres cajas tiradas en media plataforma, abandonadas a su suerte, en pleno aguacero.

Casi me da un patatús. Comencé a pegar gritos por si algún funcionario del aeropuerto salía en mi auxilio, pero nadie acudió. Cerca de la puerta de salida estaba uno de los carritos en los que suelen transportar las maletas, con ayuda de un pequeño tractor. Me apoderé de esa plataforma con ruedas y cargué las cajas. La furia que llevaba me ayudó a empujar el pesado aparato hasta el distante avión.

Llegué a la panza de la aeronave, que aún tenía abiertas las puertas de la bodega de carga pero había un problema: la boca estaba a más de dos metros de altura y no había ninguna escalera. Me subí a la plataforma y, con el corazón hecho un puño, lancé con fuerza las cajas hacia el interior, como si fueran pelotas de básquetbol. ¿Por qué las cajas estaban tiradas en la pista? Eso nunca lo supe. Después comprobé que la paja con la que habían embalado las lámparas había cumplido su misión y que sólo una de ellas se rompió muy ligeramente en un borde, pero de tal manera que pude repararla sin que el daño se viera.

Instintos asesinos

En el avión nos sirvieron un almuerzo que me cayó de perlas porque desfallecía del hambre. Una vez en Managua, pasamos Migración y llegamos a la revisión del equipaje. El funcionario de aduanas ni siquiera nos abrió las valijas. Ya nos despachaba, tras sellar los pasaportes, cuando no me contuve más y le enseñé los tiquetes de Tica Bus, al tiempo que le preguntaba: “¿No nos va a pedir los tiquetes de regreso a Costa Rica?”.

Él me contestó, con un tono burlón. “Ah, eso. Los tiquetes de Tica Bus hace seis meses que dejamos de exigirlos. Esa medida ya no rige más”. Comprenderán que cruzaron por mi mente muchos deseos de regresar a San Andrés a hacerle algo a aquel desgraciado empleado de SAM que nos hizo pasar tantas angustias, con los benditos tiquetes de Tica Bus.

Una vez afuera, aquel matrimonio de colegas nicaragüenses, que trabajaba en el diario La Prensa, nos ofreció su casa para que pasáramos la noche. Esa generosa pareja, de la que solo recuerdo el apellido de él, Martínez, cuando se produjo la revolución sandinista, unos meses después, se fue a Miami y les perdí la pista.

En Managua ya pude llamar a cobrar, algo que no se podía hacer en Colombia y le pedí a Ana que me comprara un tiquete aéreo, para viajar al día siguiente. Así lo hice, mientras Josefina y Carlos se regresaron en autobús.

Al día siguiente de mi accidentado regreso, hice varias diligencias: pagué mis deudas a Josefina y José Joaquín, y me agencié una tarjeta de crédito, la primera de mi vida, para no volver a pasar tantas angustias y tomé la firme determinación de que en futuros viajes no gastaría todo el dinero sino que me reservaría algo, por cualquier emergencia y, desde luego, juré que nunca más volaría con SAM. Promesa que mantuve mientras existió esa desdichada aerolínea.

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