El sembrador de cizaña
Enrique Villalobos Quirós Periodista | Viernes 26 de Febrero, 2016
William R. Hearst fue sin duda uno de los personajes más controvertidos del periodismo impreso de los Estados Unidos, desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. Hearst nació en cuna de oro, en California, en 1863. Fue expulsado de la Universidad de Harvard por juerguista y su principal actividad consistió en dirigir una revista de humor.
Este periodista californiano admiraba a un ícono del periodismo newyorkino, Joseph Pulitzer, quién sacó al periódico The World de la ruina económica y superó a otro diario rival, El Herald. Pulitzer creó el periodismo sensacionalista, que le dio grandes réditos. Se basó en tres factores: precio de venta accesible y popular. Lenguaje claro, breve y directo. Tanto fue así que Pulitzer soñaba que su periódico sirviera de libro para aprender inglés, entre los miles de inmigrantes que llegaban a la Gran Manzana. Y, por último, utilizó técnicas para atraer más lectores, como titulares grandes, ilustraciones y cierta dosis de escándalo en las noticias.
Tras su aventura académica, Hearst estuvo haciendo prácticas de periodismo en el Boston Globe, propiedad de un amigo de la familia. También trabajó un tiempo en Nueva York, en el World y estudió las razones del rápido crecimiento de este diario.
En 1887, con 24 años, volvió a San Francisco y su padre le regaló un diario, el San Francisco Examiner. Su padre utilizó este medio para convertirse en senador; logrado ese objetivo perdió el interés en el periodismo. El hijo puso en práctica lo que había aprendido en la costa este de los Estados Unidos y comenzó a obtener beneficios. El diario pasó de un tiraje de 15.000 a 70.000 ejemplares, al tiempo que aumentaron las ganancias y se convirtió en el número uno de California.
En 1895, Hearst regresó a Nueva York. Compró un diario en quiebra, el Mourning Journal. Para ayudarlo en la compra, su madre vendió las acciones de una mina de cobre, en $7.5 millones y se los regaló a William. Cuenta la anécdota que un amigo de la familia le comentó a la madre, tiempo después, que su hijo estaba perdiendo un millón de dólares al año con el diario, ante lo cual la señora comentó, despreocupada, que podía mantener 30 años más la publicación.
Periodismo amarillista
Hearst le cambió el nombre al diario, que pasó a llamarse The New York Journal, en abierta competencia con el World de Pulitzer. Ese diario se constituyó en un ejemplo del periodismo amarillista. El autor español, Jesús Timoteo Álvarez, en su libro, “Historia y modelos de la comunicación en el siglo XX”, dice que el amarillismo puede definirse por dos conceptos: "El dominio de un sensacionalismo exagerado, que convierte el periódico en algo gritón, de colorines, sin fines fuera de sí mismo, y al lector en mero engullidor de sensaciones impresas”. Lo de amarillo le viene a este modelo, porque Hearst utilizó páginas amarillas para imprimir caricaturas. “The yelow kid” (el niño amarillo) era el personaje creado por el dibujante R.F. Outcault, un chiquillo extraído de las míseras barriadas de New York que se burlaba de todo el mundo.
I make the news
Hearst fue el padre de una famosa cita, “I make the news” (yo hago las noticias), que resume todo el accionar de su diario. Es decir, sus reporteros buscaban y provocaban las noticias, sin esperar que estas surgieran por sí mismas. No importaba si se inventaban noticias y hubiera que desmentirlas o no, al día siguiente. Lo importante era crear un escándalo continuo. El impacto de este personaje en la sociedad norteamericana fue tan grande que la vida de Hearst se llevó al cine con la película “Ciudadano Kane” (1941). Orson Welles se encargó de encarnar a Hearst. Se dice que éste trató por todos los medios de impedir que la película se exhibiera, por revelar detalles íntimos de su vida amorosa, pero al final perdió esa batalla. Esta película está considerada como una de las mejores de la historia del cine.
La revolución cubana
Hacia finales del XIX, los patriotas cubanos, José Martí (murió peleando en 1895), José Antonio Maceo (murió peleando en 1896) y Máximo Gómez a la cabeza (murió en 1905, en su cama. Aunque era dominicano abrazó la causa cubana) luchaban por independizarse de España. Hearst apoyaba abiertamente a los insurgentes cubanos para que se libraran de la atadura colonial. No obstante, en 1897 la insurrección la tenían tan controlada los militares españoles, que uno de los reporteros enviados a cubrir el resultado de esas batallas, el famoso dibujante Frederic Remington, le telegrafió a Hearst diciéndole que no había nada que hacer ahí. Hearst le contestó: “Remington. La Habana. Favor de quedarse. Usted suministre dibujos que la guerra la fabrico yo. W.R. Hearst”.
Hearst hizo un gran escándalo con la detención de una muchacha cubana, Evangelina Cisneros, que quería estar cerca de su padre, un revolucionario, en la prisión de la isla de Pinos. Cisneros se vio involucrada en un ataque contra un coronel español y fue detenida. A partir de ahí montó toda una campaña desinformativa donde hacía aparecer a la muchacha como una heroína y al coronel, como un hombre libidinoso, que quería abusar de ella. Se enviaron telegramas al general Weyler, el comandante de las tropas españolas, a la reina Cristina, al papa León XIII y a todos los gobiernos europeos, pidiendo la liberación de Evangelina. No contento con eso, Hearst logró que una banda de forajidos – contratada por él- sacara a la muchacha de la prisión y fuera llevada a Nueva York, donde se le recibió como la heroína cubana.
El hundimiento del Maine
El 15 de febrero de 1898, el acorazado “Maine”, de la marina de los Estados Unidos, que estaba de visita oficial en Cuba y fondeado en el puerto de La Habana, fue sacudido por una gran explosión: la gran nave se hundió, provocando la muerte de 260 marineros. Hearst tomó este accidente como una declaración de guerra de España contra los Estados Unidos y comenzó una gran campaña desinformativa en contra de España. Se ofreció una recompensa de $50.000 a quien delatara a los autores, que eran definidos como el enemigo. Llegó a publicar que para los oficiales de la armada, la destrucción había sido provocada por una mina española. También se dijo que hombres rana españoles colocaron la mina. Todas estas noticias inflamaban el espíritu patriótico de los estadounidenses.
Lo paradójico del asunto es que España era entonces un imperio en decadencia y lo que menos le interesaba era entrar en guerra contra un imperio naciente, como eran los Estados Unidos. Bastante tenía ya con sofocar la insurrección de los patriotas cubanos.
La guerra hispano-americana
Hearst se convirtió en el aliado del presidente William McKinley, quien encarnaba a la perfección la proclama de Monroe de “América para los americanos” y la visión expansionista de la pujante nación. Ya Inglaterra, Francia y México habían sufrido el ímpetu anexionador de este nuevo imperio. Cabe decir, entre el periodista y el político, se juntaron el hambre con las ganas de comer. Dos meses después del hundimiento del Maine, Estados Unidos le declaró la guerra a España y como consecuencia de esta acción bélica España perdió todas sus posesiones en ultramar: Cuba, Puerto Rico, Las Filipinas y la pequeña isla de Guam, también en el Pacífico. J.T. Álvarez sostiene: “Hoy no debe tenerse duda sobre el hecho de que la guerra hispano-americana de 1898, fue obra, fundamentalmente, de Hearst”. En Estados Unidos se acuñó una frase entre los periodistas y políticos, al llamar esta contienda: “The Journal´s War” (La guerra del Journal).
El otrora imperio español, en donde nunca se ponía el sol, acabó reducido a poseer sólo dos pequeños enclaves en la costa africana: Ceuta y Melilla, en Marruecos.
El World estuvo en contra de tales anexiones y del imperialismo creciente, por lo que se opuso a las acciones de McKinley, pero su línea editorial no tuvo peso en la política norteamericana del momento.
La pesadilla de Hearst
Pasado el furor de la guerra contra España y su breve alianza con McKinley, Hearst, de tendencia demócrata (fue dos veces diputado por ese partido), dirigió las baterías en contra del presidente republicano, que se postulaba para un segundo mandato en 1900. Este hombre, a pesar de la campaña en contra que le montó Hearst, ganó las elecciones junto a Teodore Roosevelt, su vicepresidente, quien había regresado de la guerra en Cuba como un héroe. En un editorial escribió: “Si para librarse de las instituciones malas y de los hombres malos es preciso matarlos, entonces se les debe matar”.
Esta innoble campaña caló hondo y en setiembre de 1901 un desquiciado asesinó a McKinley a balazos. En el juicio que se realizó para juzgar al homicida, se intentó involucrar al Journal, como un instigador del magnicidio, pero no se le pudo condenar. Sin embargo, la opinión pública y el gobierno sí lo condenaron y el diario comenzó un acelerado desplome. Al punto que Hearst le cambió el nombre al Journal y lo bautizó The American. Pero eso no impidió la pérdida de prestigio y confianza.
Imperio mediático
Aunque este sembrador de cizaña tuvo ese gran tropiezo, eso no significó la muerte del periodismo amarillista, cuya “exitosa” fórmula – repudiada por los cánones éticos de la profesión- fue copiada en multitud de diarios, en todo el mundo y llega hasta nuestros días. Con su empuje empresarial y su fortuna, Hearst creó un imperio mediático que comprendió 30 diarios, entre los más influyentes de la nación, emisoras de radio y televisión, revistas, editoriales, amén de buenas inversiones y negocios en diversos campos. Hearst murió en 1951, pero su emporio se ha mantenido.
Un misterio se resuelve
El presidente McKinley ordenó una investigación, tras el hundimiento del “Maine”, para saber qué causó tal hecho y el resultado concluyó que la explosión, “sin duda alguna, se produjo desde adentro de la nave”. Durante casi un siglo no se supo exactamente cómo se hundió el acorazado.
En 1976, el almirante Hyman G. Rickser, de la Marina de los Estados Unidos realizó una investigación sobre el hundimiento del “Maine” y concluyó que la explosión ocurrió dentro del barco. Como principal causa se tiene la combustión espontánea del carbón, que inflamó las municiones.
Finalmente, fue la revista National Geographic la que publicó un extenso reportaje en febrero de 1898, al cumplirse los 100 años de esa tragedia. El reportaje explicó, con bastantes gráficas, cómo la explosión se produjo al arder espontáneamente el carbón en uno de los almacenes que lo contenían y que estaba, pared de acero de por medio, con los pañoles de municiones.
Ese tipo de accidentes fueron comunes en los barcos de la época, que usaban el carbón para calentar el agua de las calderas. Eran naves movidas por vapor. El carbón al arder no se detecta fácilmente, pero genera un gran calor y eso fue lo que provocó el estallido de los obuses.
En un barco, al ser impactado por un torpedo o por una mina, la explosión que le sigue causa un enorme orificio en el casco y el metal se dobla y retuerce hacia adentro. Por el contrario, cuando ocurre una explosión interna, el metal del casco se abre hacia afuera. Esto fue lo que mostraba el “Maine”, que años después (1912) fue reflotado por la Marina y hundido, esta vez, en aguas profundas del Golfo de México.
En otras palabras, no fueron hombres rana españoles los que provocaron el hundimiento del acorazado. Sin embargo, ese accidente fue el pretexto ideal para declarar una guerra, con consecuencias funestas para el Imperio Español.Todo esto, gracias al poder de las palabras impresas y al empeño de un periodista, William R. Hearst, un tremendo sembrador de cizaña.