La última cena de La Esfinge
Gerardo Bolaños G. Especial para Primera Plana | Miércoles 20 de Enero, 2016
El 8 de enero del 2016 se cumplieron 20 años de la muerte de Francois Mitterrand, el último de los grandes presidentes de Francia por su sagaz estilo de gobernar y por la exquisita cultura de la que hacía gala.
Cuando a finales de 1995 supo que su muerte era inminente pidió, como el buen “gourmet” que siempre fue, una última cena fuera de serie.
Lo había sido toda su existencia y ahora que el cáncer de próstata le roía hasta los huesos (“siento a la Gestapo en el vientre”, decía) no iba a ser diferente.
Pero no quería comer en su casa, aunque tuviera una exquisita cava en la que figuraban botellas de vinos más viejos que él, quien rondaba los 80 años.
Pocos días antes de esa última cena había pasado Navidad en Egipto con su amante Anne Pingeot y la hija de ambos, Mazarine Pingeot, quien en ese momento tenía 22 años.
Su padre, insigne devorador y autor de libros, le había puesto así por el nombre de la biblioteca pública más antigua de Francia, la del cardenal Mazarin, primer ministro del rey Luis XIV, quien la abrió a los investigadores en 1643, y se convirtió en el embrión de la Biblioteca Nacional de Francia.
Por siempre Egipto
La visita a Egipto formaba parte de su despedida de este mundo, como si quisiera tener un último diálogo con los faraones para que le indicaran el camino hacia lo ineluctable.
No por nada a él lo apodaban La Esfinge. Poseía una personalidad seductora: lo rondaban mujeres hermosas, jóvenes intelectuales ambiciosos, y veteranos de garras afiladas. Tenía una actitud imperturbable -incluso estoica-, respuestas sabias a las preguntas más difíciles, y un refinado gusto por la ambivalencia y el secreto, en lo político y en lo personal.
Muchos años le costó a la prensa enterarse y revelar la existencia de su hija Mazarine, y del mortal cáncer que lo aquejaba a él desde 1981. Precisamente en ese año fue elegido como presidente de Francia por el Partido Socialista, un mandatario de izquierda que ejerció su cargo durante 14 años seguidos, lo que se no había visto desde Napoleón III.
Curiosamente, en ese mismo año en que comienza su infructuosa lucha contra el cáncer de próstata, Mitterrand elimina la pena de muerte, casi cien años después de que Tomás Guardia hiciera lo propio en Costa Rica.
Inmediatamente antes y luego de Mitterrand, Francia escogió presidentes ilustres pero sin el brillo intelectual y político que, a pesar de la enfermedad y su metástasis, supo imprimir a la función pública, por lo cual fue objeto de amor y odio, ambos en gran profundidad.
Estaba enamorado de Egipto desde siempre y pasaba a menudo la Navidad en ese país, donde a veces se alojaba en una residencia del entonces presidente Hosni Moubarak.
La Navidad era dedicada a su familia extraoficial, Anne y Mazarine. En la Nochevieja, como llaman los españoles al 31 de diciembre, compartía siempre con su esposa Danielle, sus hijos varones y un estrecho círculo de amigos íntimos, pero en Francia.
Catarata vieja
De Egipto le interesaba en particular Asuán, la ciudad más meridional del país, a 900 kilómetros de El Cairo, cerca de la primera catarata del Nilo. Asuán es famosa por las canteras de piedra sienita que sirvieron para levantar estatuas, obeliscos y pirámides colosales. Y en Asuán le gustaba hospedarse en el lujoso Hotel de la Catarata Vieja, un palacio de estilo victoriano frente a la isla Elefantina y no lejos del Museo de los Nubios.
Ágata Christie escribió ahí una parte de su famosa novela policiaca Muerte en el Nilo, en 1933, y era también el hotel favorito de Winston Churchill. Fue en el Catarata Vieja que Mitterrand decidió en 1987 lanzarse en pos de un segundo mandato presidencial (eran entonces siete años) y fue desde allí que telefoneó a sus allegados en Francia para encargar la última cena, la del 31 de diciembre de 1995.
Es aquí que la crónica se complica para el escribiente. Como sobre muchos otros temas, yo había comenzado, intrigado, una carpeta sobre la última cena de Mitterrand, comenzando con un artículo publicado en la revista Esquire en 1998. En él se recreaba una escena estremecedora en un restaurante de la zona de Landes, cerca de la casa de campo de Mitterrand, en el sudoeste francés.
Desde la antigüedad romana su delicada carne fue favorita de emperadores, reyes y príncipes y, aparentemente, era uno de los platillos favoritos de Mitterrand, un verdadero “picofino”.
Se le atribuye haber dicho que sin hortelanos las fiestas de fin de año no valían la pena. Recientemente, varios veteranos chefs franceses trataron de revivir esta tradición culinaria francesa, pero la oposición ha sido muy fuerte por parte de los defensores de los animales.
Para que Dios no vea
La preparación del hortelano es, a los ojos de hoy, de una crueldad sin medida. Tanto así, que forma parte de una de las estrambóticas y brutales cenas de la serie televisiva Hannibal.
Según las obras consultadas se captura vivo al hortelano, se le sacan los ojos o se le encierra en una jaula oscura, para alimentarlo incesantemente con hojuelas, millo e higos hasta engordar cuatro veces su tamaño normal. Luego se le ahoga literalmente en Armañac, un brandy de altísimo contenido alcohólico, se despluma y se cocina entero en fuego fuerte, de seis a ocho minutos.
A la hora de servirlo, el comensal debe tradicionalmente colocarse una servilleta blanca y grande sobre la cabeza. En principio, esto se hace para captar mejor los sabores y aromas en un espacio cerrado, pero la tradición sostiene que es “para ocultar a Dios tanta crueldad”…Es como estar en un confesional, dicen quienes han pasado por ahí.
Para comerlo se pone el hortelano entero en la boca, menos el pico, el cual se arranca de un mordisco y se deja de lado. Luego, se mastica lentamente el cuerpecito para saborear el dulzor de la carne y de la grasa.
Después viene el amargor de las entrañas y finalmente, el crujir de los delicados huesos del hortelano, que a veces pueden lacerar las encías del comensal y entonces el sabor salado de la sangre se mezcla a lo dulce y lo amargo, en una combinación calificada de embriagante.
La masticación puede tardar varios minutos.
Poco después de la muerte de Mitterrand un periodista de investigación y escritor, Georges Marc Benamou, quien había sostenido largas conversaciones con el político y afirmó haber estado presente en la última cena del exmandatario, publicó un libro (El último Mitterrand, editorial Plon, París, 1996) en el que describe la presunta ingesta de los hortelanos.
La polémica no se hizo esperar: Pierre Bergé, gran amigo y presidente del Instituto Francois Mitterrand le salió al paso al periodista. “Todo lo escrito por Benamou es falso, los hortelanos, las servilletas blancas, todo eso es falso, inventado. ¡Hizo una mescolanza con el 31 de diciembre del año anterior!”. Dicho de otro modo, podía ser que Mitterrand hubiese comido hortelanos en la cena de 1994 y no en la de 1995...
Pero según el exministro de cultura Jack Lang, Mitterrand tuvo fuerzas suficientes para referirse brevemente a varios temas, entre ellos las larguísimas patillas del expresidente argentino Carlos Menem…
A pesar de las críticas, el material de Benamou sirvió de base para filmar en el 2005 una película sobre Mitterrand, titulada El caminante en el Campo de Marte. Sin embargo, una nota de la agencia AFP que figura en mi carpeta sobre los hortelanos habla de la presión ejercida por Mazarine Pingeot (quien ahora tiene derecho a apellidarse Mitterrand) y de amigos del expresidente para que se excluyera del filme la anécdota de los hortelanos.
Hace poco vi la película, transmitida por un canal francés internacional y, efectivamente, la ingesta de hortelanos no figura en los pasajes sobre los últimos días de Mitterrand.
Bueno, me dije, hasta aquí llegó mi búsqueda. Pero una amiga francesa me puso tras la pista de un video en el cual Benamou y Roger Hanin, concuño de Mitterrand, hablan del tema.
Ambos estuvieron en la cena y Hanin se ve forzado a reconocer en la entrevista que sí hubo hortelanos en la mesa pero que Mitterrand no pudo ingerirlos porque, aunque se puso la servilleta sobre la cabeza, no tenía ya suficiente fuerza para masticarlos.
Pierre Bergé sostuvo que, después de la cena del 31 de diciembre de 1995, en la que quizás comió hortelanos o quizás no los comió, Mitterrand se hizo radiografías que mostraban la invasión del cerebro por la metástasis. Entonces dejó de alimentarse y de tomar sus medicinas.
“Fue como un suicidio”, dijo Bergé.
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